CAPÍTULO 10
La puerta terminó de abrirse y el contraste de luz era tal
que cuando pasaron al otro lado Gonzalo tuvo que entrecerrar los ojos, cegado
por la luminosidad. Cuando empezó a ver claro, se encontró con que sus expectaciones
no eran ni mucho menos correctas, no del todo. La puerta daba lugar a un pueblo.
Un pueblo subterráneo escondido en una pared de ladrillos. Era alucinante. El
chico se quedó boquiabierto, farolas, chabolas, tiendas, campos de cultivo y
hasta un templo. Era increíble que todo eso pudiera haberse construido allí,
debió requerir años y mucha constancia para que aquel pueblo perdurase, ¿o era
cosa de magia?
Cierto es que la luz que contrastaba con la habitación
anterior no provenía de las farolas, provenía de un sol artificial que se
elevaba en el “cielo cubierto”. Todo estaba muy bien ambientado y Gonzalo
imaginaba que estaba en la Edad Media con una gran sonrisa en la cara por poder
ver un paisaje semejante al que tantas veces estudió en Historia.
“Bajemos, ya basta de contemplaciones”, dijo Isaac de manera
seca y nada amistosa. Por alguna razón aquel sitio no le hacía sentir bien al
anciano, parecía que se llenaba de preocupaciones al entrar. Bajaron ambos por
unas escaleras muy empinadas, parecidas a las que se usan para subir las
pirámides mayas. Eran cientos de escalones y, según explicaba Isaac, se movían
con la mente para, en caso de intrusos, estar protegidos y que no tengan forma
de bajar.
Cuando llegaron al suelo de aquel poblado sus habitantes se
arrodillaban y aclamaban cuando ellos pasaban cerca. “¿Tanto respeto te tienen
todas estas personas?”, preguntó Gonzalo asombrado. “No es respeto, es gratitud
y muestra de inferioridad ante ti chico, tienen todas las esperanzas de que
puedas salvar sus vidas”, contestó Isaac. Nuestro héroe tragó saliva y para
disimular sus nervios sonrió y dijo, “es bueno eso, son muy amables”, y soltó
una risa muy plástica que no se asemejaba nada a una risa sincera.
En ese momento el chico puso sus ojos en unos niños (tres
niños y una niña) de rostro inocente y alegre, celebrando la llegada de “el
salvador”, corriendo y jugando alrededor de unas pocas piedras del suelo.
“¿Quiénes son esos chicos, Isaac?”, preguntó intrigado
Gonzalo. “Son los hermanos de Daniel, los que nombré antes en la discusión. Los
quiere tanto que si se les menciona empieza a vigilar sus palabras. No es un
mal chico pero… Le puede mucho una buena pelea. Ahora mismo sus hermanos son lo
único que le queda y por eso ingresó en la división de guerra, para protegerlos
como pudiera”.
Nuestro protagonista puso un gesto triste, como si le pesara
su causa. Quería hacer todo lo que pudiese por esos chicos, por el pueblo en
general, por Daniel, Tomás y por Miranda, sobre todo por Miranda, para
impresionarla y tener alguna posibilidad de estrechar su relación con ella.
Pero claro, no podía olvidar que él no era “el salvador”, que sus libros no
eran suyos y que no tenía sangre mágica.
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