Busca el tema que más te guste!

jueves, 2 de mayo de 2013

*EL LIBRO* CAPÍTULO 10 -Carlos Atienza Cuenca-


CAPÍTULO 10

La puerta terminó de abrirse y el contraste de luz era tal que cuando pasaron al otro lado Gonzalo tuvo que entrecerrar los ojos, cegado por la luminosidad. Cuando empezó a ver claro, se encontró con que sus expectaciones no eran ni mucho menos correctas, no del todo. La puerta daba lugar a un pueblo. Un pueblo subterráneo escondido en una pared de ladrillos. Era alucinante. El chico se quedó boquiabierto, farolas, chabolas, tiendas, campos de cultivo y hasta un templo. Era increíble que todo eso pudiera haberse construido allí, debió requerir años y mucha constancia para que aquel pueblo perdurase, ¿o era cosa de magia?

Cierto es que la luz que contrastaba con la habitación anterior no provenía de las farolas, provenía de un sol artificial que se elevaba en el “cielo cubierto”. Todo estaba muy bien ambientado y Gonzalo imaginaba que estaba en la Edad Media con una gran sonrisa en la cara por poder ver un paisaje semejante al que tantas veces estudió en Historia.

“Bajemos, ya basta de contemplaciones”, dijo Isaac de manera seca y nada amistosa. Por alguna razón aquel sitio no le hacía sentir bien al anciano, parecía que se llenaba de preocupaciones al entrar. Bajaron ambos por unas escaleras muy empinadas, parecidas a las que se usan para subir las pirámides mayas. Eran cientos de escalones y, según explicaba Isaac, se movían con la mente para, en caso de intrusos, estar protegidos y que no tengan forma de bajar.

Cuando llegaron al suelo de aquel poblado sus habitantes se arrodillaban y aclamaban cuando ellos pasaban cerca. “¿Tanto respeto te tienen todas estas personas?”, preguntó Gonzalo asombrado. “No es respeto, es gratitud y muestra de inferioridad ante ti chico, tienen todas las esperanzas de que puedas salvar sus vidas”, contestó Isaac. Nuestro héroe tragó saliva y para disimular sus nervios sonrió y dijo, “es bueno eso, son muy amables”, y soltó una risa muy plástica que no se asemejaba nada a una risa sincera.

En ese momento el chico puso sus ojos en unos niños (tres niños y una niña) de rostro inocente y alegre, celebrando la llegada de “el salvador”, corriendo y jugando alrededor de unas pocas piedras del suelo.

“¿Quiénes son esos chicos, Isaac?”, preguntó intrigado Gonzalo. “Son los hermanos de Daniel, los que nombré antes en la discusión. Los quiere tanto que si se les menciona empieza a vigilar sus palabras. No es un mal chico pero… Le puede mucho una buena pelea. Ahora mismo sus hermanos son lo único que le queda y por eso ingresó en la división de guerra, para protegerlos como pudiera”.

Nuestro protagonista puso un gesto triste, como si le pesara su causa. Quería hacer todo lo que pudiese por esos chicos, por el pueblo en general, por Daniel, Tomás y por Miranda, sobre todo por Miranda, para impresionarla y tener alguna posibilidad de estrechar su relación con ella. Pero claro, no podía olvidar que él no era “el salvador”, que sus libros no eran suyos y que no tenía sangre mágica.

La voluntad de nuestro héroe estaba cambiando, no pensaba ya en esos ansiados poderes, sus pensamientos estaban ocupados por el humilde pueblo, la sonrisa de los niños, la fuerza de Daniel y, en mayor medida, sus sentimientos por Miranda. Todo esto le convertía más en un héroe que lo que estaba haciendo hasta ahora. Ahora tenía nuevas y mejores intenciones, pero no menos problemas y desdichas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario