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lunes, 29 de abril de 2013

*EL LIBRO* CAPÍTULO 4 -Carlos Atienza Cuenca-


CAPÍTULO 4

No sabía qué decir, se limitó a aceptar el sobre de azúcar, abrirlo y dejar caer los granos de azúcar sobre su lengua. Y en un intento inútil pretendió levantar la pequeña bolsa de la palma de su mano con la mente, logrando simplemente un agudo y momentáneo dolor de cabeza. La chica rió con el gesto de agrio del estudiante y le mostró sus capacidades haciendo que la bolsa de papel se metiera en el bolsillo de su camisa.

Acto seguido le preguntó cuál era su especialidad y el chico respondió que no lo sabía, que aún estaba aprendiendo y por eso llevaba los libros en la mochila. La sonrisa de la mujer iba de lado a lado cuando oyó eso, y sus ojos brillaban en un negro intenso, como si de una noche estrellada se tratara. Él no entendía esa reacción y se apartó de ella, que se acercaba lentamente diciendo “lo he encontrado” repetidas veces.

En un intento por escapar de nuestro protagonista, la chica sacó una piruleta, se la metió en la boca y liberó una gran fuerza, elevando sus cabellos oscuros y arrastrando del pie al asustado chico. Todo le parecía increíble y le aterraba a la vez. Se vio secuestrado por esa fuerza que tiró de él hasta el final del callejón donde podía visualizar a duras penas el marco de una puerta, pegado a la pared de ladrillos donde había un extraño hueco, redondo, del tamaño de una moneda. Sin dejar de lamer la piruleta, la poderosa chica se arrancó un colgante en el que llevaba exactamente eso, una moneda, de aspecto antiguo y que colocó en el hueco de la pared, que se abrió desmontándose ladrillo por ladrillo, ella sola, como si alguien la manipulara con la mente; claro que eso al protagonista ya no extrañaba.

Al terminar de abrirse y entrar ambos en una habitación de unos nueve metros cuadrados, la chica gritó de manera amistosa mientras soltaba al asombrado chico, “papá, ya estoy en casa”. Una sombra surgía de una de las esquinas oscuras de la habitación, acompañada de una voz grave y misteriosa que decía, “hija mía, ¿cuántas veces tendré que decirte que cierres la puerta tras entrar”. La joven, que al parecer era hija de aquel hombre del que desconocía el rostro, cerró los ojos y usando la telequinesia hizo que los ladrillos se colocaran en la posición inicial mientras decía, “lo he encontrado padre, aún hay esperanzas”.

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